13
El infierno en la Tierra
Achlys
Escuché
un gran estruendo debajo de mis pies, seguido de un pequeño gritito femenino.
Yo no había sido, claro. Si lo podía evitar, jamás expresaba mis emociones con
grititos ridículos como ese. Debió de ser la chica amable, la que me advirtió
–aunque en vano— de que tenía una torre de sillas debajo. Mis piernas quedaron
colgando y tuve que hacer fuerza con mis dos brazos contra las paredes de la
caja, para no caer y asegurar mi persona, hasta que supiese lo que había abajo,
exactamente.
En
ese momento dudé. ¿Y si me querían hacer daño? ¿Y si me cogían prisionera? Las
dudas me asaltaban asiduamente, cada milésima de segundo aparecía una nueva y
con ello, mi inseguridad incrementaba. Es cierto que no tenía otra salida, era
bajar por allí con aquel idiota o de lo contrario, morir enterrada. Así que, no
tenía otra salida. La tierra estaba en contacto con mis muslos. Sentí un
escalofrío y mis brazos empezaron a flaquear, pero no debía asustarme. Mientras
mis vías respiratorias no estuvieran cubiertas de tierra, todo iría bien.
—¡Mira lo que has hecho! ¡Da gracias de
que nadie nos puede oír!
—Cállate, yo sí te oigo –le espeté al
idiota que vino a sacarme de la caja—. ¿Qué hay abajo? ¿Dónde da el agujero?
—Tranquila, da sobre una mesa de madera.
Es grande, pero no puedes saltar, te romperás algo, chiquilla –me dijo otra voz
masculina, aunque más agradable que la del idiota cascarrabias.
—No te preocupes por eso. Apartaos por si
acaso, voy a saltar.
Creo
que después de decir eso, el gritito femenino se volvió a repetir. El
cascarrabias me llamó loca por segunda vez y el otro chico dijo algo que no
logré entender. Deben ser humanos, pensé. De lo contrario, ni siquiera hubiesen
tenido que montar esa torre con sillas para sacarme de esa caja. Por si acaso,
de momento no rebelaría mi secreto. Diría que soy deportista y que por eso soy
tan ágil. Sí, parece una buena idea, débil, pero buena.
Salté,
soltando mis brazos y cruzándolos sobre mí, para no entorpecer la caída. Cuando
me despedí de la tierra, de la caja y estaba en el aire, miré hacia abajo y
volví a abrir mis brazos, para equilibrar mi caída. Miré más de la cuenta,
porque vi al cascarrabias con los brazos abiertos y yo que iba a caer encima de
él. Iba a gritarle algo, pero apenas me dio tiempo, obviamente.
Caí
en sus brazos y de inmediato me separé, empujándolo para despegarme de él.
—¡Ahg, te dije que podía yo sola! Maldita
sea… —me expulsé la tierra de mis ropas, intentando parecer algo más
presentable.
—Eres una antipática, ¿lo sabías?
—Sí, gracias por la información.
Después
de esa agradable conversación, pude mirar mejor a mi alrededor. Aparté mi pelo
de la cara, echándolo hacia atrás en un gesto descuidado y empecé a mirar el
agujero que había quedado atrás. Caray, pues sí que estaba alto. Después,
automáticamente, miré al suelo. Todavía estaba encima de la mesa en la que el
cascarrabias me había tomado en brazos para hacerse el héroe. Todas las sillas
de madera estaban desperdigadas por el suelo, descuidadamente. Conté ocho
sillas. En ese momento, sentí algo extraño. Algo parecido a la pena o a la
compasión. No, ya sé lo que era. Tristeza. Era algo que me conmovía, la
capacidad de ayuda entre los humanos. Se preocupaban por sus iguales, no como
nosotros, los dhampyrs o los vampiros. Los humanos se ayudaban entre sí, pero a
veces, también se destruían sin necesidad.
Seguí
observando la estancia. Era una cocina, sin duda alguna. La encimera era larga
y ocupaba toda la pared. Había congeladores, frigoríficos y hornos. Todo estaba
iluminado con una luz mortecina, blanca. Miré hacia arriba y vi unas luces
fluorescentes grandes, como las que había en la cocina de mi casa, pero a lo
grande, puestas a lo largo de todo el techo, aunque había tramos en los que
faltaban luces. El suelo era mármol, igual que las encimeras. Era extraño,
pensaba que iba a ser de tierra al estar tan debajo de la superficie.
Las
paredes, sin embargo, no estaban alicatadas y eran de piedra, cosa que le daba
un aspecto de cueva a la cocina. En una de las paredes, quizá fruto de una
broma entre esos chicos, había dibujada una ventana. Claro, aquí todo debía ser
sombrío y frío.
La
mesa donde estaba de pie, era redonda y grande. Deduje que sería para comer,
tal vez.
Me bajé de la mesa con un pequeño salto y
miré a los demás componentes de esa extraña estancia. El chico, el que me llamó
chiquilla, era moreno y no tenía el pelo mejor peinado que yo. Era alto y
escuálido y tenía una pequeña sonrisa en el rostro. Le respondí a la sonrisa,
levemente. Seguidamente, pasé a la chica, con una estatura mucho más reducida
que la del chico.
—¡Tú! ¡No puede ser! –le dije, señalando a
la chica, mientras esta se tapaba la boca, en un gesto de sorpresa.
—Oh, dios mío… ¡Tú eres la chica del
autobús, la nueva! –me dijo imitando mi posición, señalándome
—¡Y
tú eres la que se sentó a mi lado! Pero… has cambiado. ¿Cómo es posible? Fue
apenas hace un par de días.
—Sí,
bueno… Cambié mi apariencia expresamente. Volví justo después de haber bajado
de aquel autobús –dijo apenada.
Yo
me había quedado sin habla. ¿Qué tipo de persona vuelve a un lugar como este? O
mejor dicho, ¿por qué vuelve a un lugar como este?
—Sin
embargo, no te vi en el instituto –no recordaba haberla visto entre clase y
clase, ni en el recreo.
—No,
es que no estaba. Yo no voy a ese instituto, iba a hacer la compra. Nos
estábamos quedando sin nada y eso… Es peligroso.
—Oh,
vale. No entiendo nada. ¿Quieres decir que haces la compra para darle de comer
a quién sea que sirváis?
—Sí,
así es. Tenemos que procurar que no se acaben las provisiones para los Alphas o
de lo contrario, estarían débiles y no les servirían a los Especiales. Olenna,
me ha asignado a mí la tarea de ir a hacer la compra porque… —su voz se quebró
y bajó la mirada, con los ojos anegados en lágrimas—. Disculpa…
Seguidamente,
se retiró de la cocina con Aaron, mientras este le pasaba un brazo por los
hombros y le susurraba cosas que preferí no escuchar, para dejarles en la
intimidad. Me sentí culpable. Si no le hubiese hecho todas esas preguntas, tal
vez no se habría echado a llorar. Mordí mi labio inferior y miré la cavidad por
la que habían desaparecido los dos. Supongo, que mi rostro en aquel momento era
completamente un poema. Por una parte estaba disgustada por la pena de la
chica, por haber provocado su llanto sin querer, y por otra parte, estaba tan
intrigada que no podía pensar con claridad. Mi mente no paraba de bombardearme
a preguntas. ¿Quiénes eran los Alphas? ¿Y los Especiales? ¿Por qué Olenna le
había asignado la tarea de hacer la compra a la chica? ¿La estaría
extorsionando? ¿Eran parientes? No, la última pregunta la sabía sin que nadie
me la dijera. Obviamente, no se parecían en nada.
El
carraspeo de Emerick me sacó de mis turbios pensamientos, recordándome que no
estaba sola, y volví a mi expresión normal, neutra.
—Bueno,
supongo que te preguntarás de que va todo esto. Seré breve, no voy a contarte
todo desde los orígenes, porque o si no, estaríamos toda la noche hablando y
eso sería algo muy desagradable para ambos.
—Por
supuesto.
—Bien.
Básicamente, ahora tú eres también una recluida y serás sirviente de los
Alphas, como todos los que estamos aquí abajo. Los Alphas son otros humanos,
que deben vivir lo mejor posible. No les debe falta ni agua, ni alimento, ni
diversión… Nada. Tienen que estar lo más felices y sanos posibles. Son los que
viven encima de este antro, en las habitaciones del piso bajo del castillo —le
iba a interrumpir con otra pregunta, pero siguió hablando—. Los Alphas deben estar lo
mejor posible porque son el alimento de los Especiales.
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