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Lady Olenna
Achlys
Dejé de forcejear rápidamente con mi arnés al ver
que se abrían las puertas del coche y Alma y Gunnar bajaban de este. Las manos
me temblaban, pero no de miedo. La curiosidad siempre había sido algo muy
latente en mi persona. Me moría por adentrarme en esa espesa oscuridad y saber
que se escondía detrás de ella.
Con un par de chasquidos, por fin pude soltarme
de aquel maldito cinturón doble y bajé rápidamente. Para mi sorpresa, la tierra
estaba fangosa, así que mi pie se hundió de lleno en el suelo. Odiaba mancharme
los zapatos. Odiaba muchas cosas.
Inmediatamente después de poner el segundo pie en
tierra firme, unas trompetas empezaron a sonar y me sobresalté. Identifiqué
rápidamente la melodía. Tocatta y Fugue,
de Johann Sebastian Bach. El sonido venía de todas partes. De entre los árboles
que se mecían lentamente a merced del viento, del cielo tan oscuro y espeso que
parecía cernirse sobre mí en cualquier momento... Del coche que había detrás de
mí. Esa preciosa melodía me envolvía cada vez más y yo nada más quería
identificar de dónde venía, pero no podía. Mi corazón aleteaba frenéticamente
contra mi pecho y mis músculos se tensaron. ¿Cuántas veces una amenaza había
parecido una dulce canción? Incontables, demasiadas y esta no podría ser una
menos.
Conforme la melodía avanzaba, no se producía
ningún cambio. Alma y Gunnar estaban de pie, en la misma posición. Sus manos
yacían entrelazadas a su espalda y el mentón alzado. Mirando a la nada. Firmes.
Mientras me hundía en el barro, decidí dar un paso, vacilante. La melodía iba
llegando a su fin. A lo lejos, al horizonte, un castillo se alzaba imperioso e
imponente. Tétrico y oscuro. La música paró. Mis ojos iban a enloquecer
tratando de escudriñar hasta el más breve rincón de la oscuridad y entonces,
fue cuando atisbé algo en movimiento. Rojo.
Me puse firme, pero era una posición que distaba
mucho de las de Alma y Gunnar. Era una pose de defensa. Mis colmillos
amenazaron con salir y notaba como mis pupilas se estrechaban. Pero todo eso
dio paso a unas faldas rojas que se movían elegantemente. Empezó a descubrirse
desde abajo. Llevaba unos zapatos pulcros, que andaban sobre una alfombra de
color cobre. Habría jurado que ese suelo era mucho más firme que el mío, que
casi había cubierto mis deportivas con la mezcla de agua de lluvia y tierra, a
parte de otros desconocidos restos de la naturaleza. Lo siguiente que descubrí,
fue la falda. Roja y enorme, de la época victoriana, supuse. Después pude
llegar a descubrir un apretado corsé de color rojo y negro. Clásico y típico,
pero atrevido para la época. Seguidamente, todo se descubrió al instante. De
repente.
Una mujer apareció de las sombras flanqueada por
un hombre aparentemente, y un... ¿Qué demonios era eso? Se parecía a un hombre,
pero tenía... ¿Cuernos? El pelo lacio y largo le caía sobre la espalda y unas
pequeñas alas —nada bonitas— asomaban detrás de su espalda. Parecía una mezcla
de cabra, con murciélago y hombre. Me dedicó una torcida sonrisa y aparté la
vista hacia la mujer del centro. Se alzaba en mitad de los hombres, imperiosa.
Tal y como el castillo lo hacía a sus espaldas, entre la oscuridad. Sus uñas,
de color rojo eran largas y estaban perfectamente cuidadas. Como garras. Su
expresión era pérfida e inescrutable. Severa y hermosa a la vez. Sus labios,
formaban casi la silueta de un corazón, de un color rojo, también. Sus ojos
eran claros, casi iguales a los míos, pero los suyos tenían una expresión de
frialdad, de ira y de maldad. Tenía una gran cabellera recogida en gruesas
trenzas formando una copa sobre su cabeza, recogida por un extraño broche que
llevaba una rosa incrustada en él.
En las manos llevaba una especie de timón formado
con espadas diminutas y una forma de corazón en medio. Lo más estrambótico que
he visto nunca, pero tenía estilo, había que reconocerlo.
—Deja de mirarme de ese modo. ¿Dónde están tus
modales, niña? —dijo la mujer de rojo.
Su voz era imponente. No hablaba, ordenaba. Tono
frío y despectivo, me recordó a la señorita Rottenmeier de Heidi. ¿Cómo se
suponía que debía mirarle? Aparté mi mirada hacia la derecha, pero no bajé mi
mentón. No me iba a agazapar sobre mí misma solo porque vistiese un bonito vestido
y porque tuviese cara de arpía. El pelo me ondeó al viento, que se giró
repentino sobre donde quiera que estuviésemos. Un bosque, supuse.
—Tienes el pelo demasiado largo. —Suspiró
cansadamente y prosiguió— Soy Lady Olenna, señora y dueña del castillo y de la
raza.
—Encantada de conocerla, yo soy Achlys, señora y
dueña de mi casa.
Después de decir tal sandez, noté como el mundo se
tambaleaba a mi alrededor. Mi cabeza daba vueltas y perdía el sentido de la
orientación. Alguien me había atizado con algo realmente pesado en la cabeza.
Podía ver, mientras caía al suelo embarrado, como el cielo oscuro y rojo, se
fundía con los rostros asustados de Alma y Gunnar. Como esa tal Olenna se reía
maquiavélicamente y como el otro hombre seguía sus movimientos. Claro,
entonces, me había atizado el hombre cabra. ¿Pero como no me percaté siquiera
de su presencia, tan cerca? ¿Cómo era posible que me hubiese atizado sin darme
tiempo a reaccionar? Y lo más importante: ¿Por qué? Aunque, una parte de mí, ya
sabía la razón del golpe. Mis palabras descorteses, aunque inconscientes de
haber cometido algún error, habían herido el orgullo de la señora. Lo último
que vi, fue la sonrisa torcida de la luna.
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